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“Los cuatro escalones de la escala para subir al cielo”, de Teófano el recluso

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Recordad la sabía enseñanza de San Juan Clímaco. Comparad la manera en que debemos elevarnos hacia Dios a una escala de cuatro escalones. Algunos, dice, domeñan sus pasiones; otros cantan, es decir, oran con sus labios; los terceros practican la oración interior; finalmente, los últimos tienen visiones.

Aquellos que quieren subir esta escala no pueden comenzar por la cumbre, sino que deben partir de abajo. Deben poner el pie sobre el primer escalón, luego sobre el segundo, luego sobre el tercero y, finalmente, sobre el cuarto. Todo el mundo puede subir al mundo por esta escala.

Debéis comenzar por domeñar y reducir vuestras pasiones; luego, debéis practicar la salmodia –dicho de otro modo, debéis adquirir el hábito de la oración vocal-; luego debéis practicar la oración interior y, finalmente, podréis alcanzar el escalón a partir del cual es posible llegar a las visiones.

El primer escalón es el de los novicios; el segundo, el de los progresantes; el tercero el de los que han progresado hasta el fin; y el cuarto está reservado a aquellos que han llegado a la perfección.


Extraído de “Consejos a los Ascetas” de Teófano el recluso

Written by Salvador Carbó

19 diciembre, 2011 at 8:03

Publicado en Escritos, Fe

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“Implacables contra nosotros mismos”, de Teófano el Recluso

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Presentamos un fragmento de Teófano el recluso, monje ortodoxo de gran sabiduría del siglo XIX, extraído de capítulo titulado “la guerra contra las pasiones”.


Después de haberos abandonado a Dios y a su gracia en la oración, buscad en vosotros todo lo que os incita al pecado y esforzaos por separarlo de vuestro corazón, orientándolo hacia lo que es opuesto. Por ese medio desarraigaréis el pecado, cuya fuerza será destruida. En esta tarea, dad toda libertad a vuestro poder de discernimiento y dejadlo conducir vuestro corazón.

Esta lucha contra las fuerzas del mal es absolutamente esencial, si queremos quebrar nuestra voluntad propia. Es necesario continuar combatiendo contra sí mismo hasta que, en lugar de esa piedad y esa autocompasión, nos sintamos sin piedad ni compasión hacia nosotros mismos; continuar combatiendo hasta que tengamos el deseo de sufrir, de agotar nuestra alma y nuestro cuerpo. Es necesario proseguir ese esfuerzo hasta que, en lugar de buscar complacer a los hombres, experimentemos un sentimiento de repulsión contra todos los malos hábitos y todo lo que les está asociado, hasta que podamos resistir con coraje y tenacidad, sometiéndonos al mismo tiempo a  todas las injusticias y todos los malos tratos que nos serán infligidos por tal causa.

Es necesario continuar hasta que el apetito por las cosas materiales, sensibles y visibles, desaparezca completamente y sea reemplazado por un sentimiento de disgusto hacia esas cosas; entonces tendremos, por el contrario, hambre y sed de lo que es espiritual, puro y divino. En lugar de ligarse a la tierra, en lugar de poner todo su bienestar y su vida en este amor, el corazón comienza a ser colmado por el sentimiento de no ser sobre la tierra más que un peregrino que aspira a reencontrar su patria.

Written by Salvador Carbó

15 diciembre, 2011 at 8:07

Publicado en Fe, Reflexiones

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“Logos 7–Sobre las virtudes”, de Isaías de Gaza (extracto del Ascetikón)

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Existen tres virtudes que tienen cuidado del espíritu y que él necesita: el impulso natural, el coraje viril y la prontitud. Hay tres virtudes que si el espíritu las tiene consigo, llega a la inmortalidad: el discernimiento que distingue una cosa de otra, ver las cosas de antemano y no obedecer nada extraño. Hay tres virtudes que dan cada día luz al espíritu: no conocer la malicia de ningún hombre, devolver bien por mal (Lucas 6,27) y soportar sin turbarse lo que viene contra él de los enemigos.

Estas tres virtudes engendran otras tres mayores que ellas: no conocer la malicia del hombre engendra la caridad, devolver bien por mal trae la concordia y soportar lo que viene en contra sin turbarse trae la dulzura. Hay cuatro virtudes que purifican el alma: el silencio, guardar los mandamientos, la angustia y la humildad. El espíritu necesita estas cuatro virtudes cada día: orar a Dios, postrarse ante Él cada día (Salmos 54,23; 1 Pedro 5,7), no preocuparse de ningún hombre para no juzgarlo y ser sordo a las palabras de las pasiones.

Cuatro virtudes fortifican el alma y le traen lo necesario para refugiarse de la turbación de los enemigos: la misericordia, la ausencia de cólera, la longanimidad y sacudirse toda la malicia del pecado que viene en contra nuestra; disponernos contra el olvido guarda de estas cosas. Hay cuatro virtudes que guardan al joven ante Dios; salmodiar en toda hora, no ser perezoso, la vigilia y no igualarse con nadie.

Los vicios. Por cuatro cosas el alma se ensucia: marchar por la ciudad sin guardar los ojos, por la razón que sea tener amistad con una mujer, tener amistad con los poderosos del mundo y preferir quedarse con sus parientes según la carne. Por cuatro cosas crece la fornicación en el cuerpo: por dormir hasta la saciedad, comer hasta hartarse, por las palabras desvergonzadas y por el adorno del cuerpo.

Por cuatro cosas se entenebrece el alma: por odiar al prójimo, por desdeñarlo, por tenerle envidia y por criticarlo. Por cuatro cosas queda el alma desierta: por ir de un lugar a otro, por amar la distracción, por el amor de las cosas materiales y por el amor al dinero (Mateo 6,24). Por cuatro cosas aumenta la cólera: dar y recibir en la avaricia, amar la propia voluntad, querer enseñar a otros, estimarse a sí mismo por sabio (Romanos 11,25, 12,16).

Hay tres cosas que el hombre adquiere con dificultad y que protegen todas las virtudes: el duelo, llorar por sus pecados y tener ante los ojos la propia muerte (Eclesiástico 28,6). Hay tres cosas que dominan el alma hasta que logra elevarse y que impiden a las virtudes habitar en el espíritu: la cautividad (cfr. Romanos 7,23), la indolencia y el olvido. El olvido combate al hombre atormentándole hasta su último aliento; es más fuerte que todos los pensamientos y engendra todas las malicia, las cosas construidas por el hombre las derriba en todo momento. Éstas son las obras del hombre nuevo y del hombre viejo (Colosenses 3,9): Aquel que ama su alma para no perderla, guarda las obras del hombre nuevo, el que desea el ocio de su alma en este breve tiempo hace las del hombre viejo, pero perderá su alma (Mateo 10,39).

Nuestro Señor Jesucristo manifiesta claramente las obras del hombre nuevo en su santo cuerpo: "Aquel que ama su alma la perderá, pero el que la pierda por mí la encontrará" (Mateo 10,39). En efecto, Él es Señor de la paz (2 Tesalonicenses 3,16), por Él se ha roto el muro de la enemistad (Efesios 2,14). Él decía: "No he venido a traer la paz, sino la espada" (Mateo 10,34). También dijo: "He venido a prender fuego a la tierra, y desearía que ya estuviese ardiendo" (Lucas 12,49). Esto significa que aquellos que han seguido su santa enseñanza están en el fuego de su divinidad; que han encontrado la espada del Espíritu (Efesios 6, 17), y se han hecho enemigos de todas las pasiones de su corazón y que Él les ha dado la paz, diciendo: "Mi paz os doy, mi paz os dejo" (Juan 14,27).

Aquellos que han tenido cuidado de no perder su alma en este mundo y han suprimido su voluntad han llegado a ser corderos santos para el sacrificio (Romanos 8,36). Y cuando vuelva en la gloria de su divinidad, los llamará a su derecha y les dirá: "Venid a mi, benditos de mi Padre, heredad el reino que os ha sido preparado antes de la creación del mundo; pues tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, estuve enfermo y me visitasteis, estuve en prisión y vinisteis a mí" (Mateo 25,34­36). Los que han perdido su alma en este breve tiempo, se encontrarán en el tiempo de la angustia recibiendo una recompensa mucho más grande (Mateo 19,29) que aquella que esperaban recibir.

Pero aquellos que han realizado su voluntad y han conservado su alma en este mundo pecador, que se han perdido en la vanidad (Efesios 4,17) de sus riquezas y no han guardado los mandamientos pensando que hasta el fin se quedarían en este mundo (Santiago 4.13s), la vergüenza de su ceguera será manifestada en el momento del juicio, pues ellos se hicieron víctimas malditas y escucharán la terrible sentencia: "Apartaos de mí, malditos, a las tinieblas eternas que fueron preparadas para Satanás y sus ángeles. Pues tuve hambre y no medisteis de comer… (Mateo 25,41-43). Su boca ha sido cerrada y no han tenido qué decir, pues se han sometido a la falta de misericordia y el odio a los pobre les ha dominado. Pero ellos dijeron al Señor: "¿Cuándo te hemos visto y no te hemos servido?", y El los callará diciendo: "En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo" (Mateo 25,45).

¡Examinémonos, bienamados! Cada uno de nosotros, ¿sigue los mandamientos según su fuerza, o no? Pues todos tenemos que seguirlos: el pequeño según su pequeñez, el grande según su grandeza. En efecto, los que depositaban sus ofrendas en el tesoro del Templo eran ricos, pero tuvo (JESÚS) más alegría de la viuda pobre con sus dos óbolos (Marcos 12,41-44). Pues es nuestra voluntad lo que Dios observa (1 Samuel 16,7).

No demos lugar al desaliento en nuestro corazón, que el temor que nos envía no nos separe de Dios, sino sigamos sus mandamientos según nuestra pobreza. Pues Él mismo se apiadó de la hija del jefe de la sinagoga y la resucitó (Lucas 8,49-55); asimismo tuvo piedad de la mujer afligida, que se había gastado todo lo que tenía en médicos antes de conocer a Cristo (Lucas 8,42-44). Y curó al siervo del centurión porque le creyó (Mateo 8,5-13), _y se apiadó de aquella mujer cananea y curó a su hija (Mateo 15,22-28). Lo mismo que resucita a Lázaro, su amigo (Juan 11,41-44), resucita a la hija de la mujer pobre a causa de sus lágrimas (Lucas 7,11-15). Y no aparta de su lado a María, que había ungido sus pies con perfumes (Juan 12,3-8), ni tampoco desdeñó a la pecadora que ungió sus pies con perfumes y con sus lágrimas (Lucas 7,37-50). Así como llamó a Pedro y a Juan en su barca, diciendo: venid conmigo" (Mateo 4,18s), también llama a Mateo que estaba sentado en el puesto de tributos (Mateo 9,9). Y como lavó los pies a sus discípulos, así también se los lavó a Judas, sin hacer diferencia (Juan 13,5-11). Y lo mismo que el Espíritu Paráclito vino sobre los discípulos (Hechos 2,1-4), así vino también sobre Cornelio claramente (Hechos 10,22-44). Y lo mismo que requirió a Ananías en Damasco por Pablo diciendo: "Él es para mi vaso de elección" (Hechos 9,15); así requirió a Felipe en Samaria por el etíope de Candaces (Hechos 8,26-39). Pues no hace acepción de personas (Romanos 2,11), pequeños o grandes, ricos o pobres; sino que es la voluntad lo que busca (1 Samuel 16,7) en el hombre, la fe, guardar sus mandamientos y la caridad hacia todos. Ésta es, en efecto, un sello para el alma cuando salsa del cuerpo (Apocalipsis 7.3), por eso ordena a sus discípulos diciendo: "Todos reconocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros" (Juan 13,35). ¿De quién dice «todos reconocerán, sino de las potencias de la derecha y de la izquierda? (cfr. Mateo 25,34-43); en efecto, una vez que las potencias adversas vean el signo de la caridad que va con el alma, se apartarán de ella con temor y se reunirán a su lado todas las potencias santas.

Luchemos, bienamados, según nuestra fuerza, por adquirir la caridad, para que nuestros enemigos no nos atrapen. El mismo Señor dijo: "Es imposible ocultar la ciudad construida sobre la montaña" (Mateo 5,14), ¿de qué montaña habla, si no es de su santa e inmutable palabra? Hagamos, bienamados, el trabajo de realizar con celo y ciencia su palabra que dice: "Aquel que me ama, guarda mis mandamientos" (Juan 14.23). De modo que vuestros trabajos sean como una ciudad seguridad y fortificada (Salinos 30.22) que nos guarde de nuestros enemigos, hasta que os encontréis con Él.

Pues si nos hallamos seguros (1 Juan 4.17), todos nuestros enemigos serán abatidos gracias a su palabra, que es la montaña, según se ha escrito en Daniel: "Una piedra se separó, sin intervención de mano alguna, y derriba la estatua de oro, plata, bronce, hierro y arcilla" (Daniel 2,34); por eso dijo el Apóstol: "Revestíos de la armadura de Dios, para que resistáis la fuerza del diablo, pues no luchamos contra la sangre ni la carne, sino contra los principados, las potencias, los maestros del mundo tenebroso, los espíritus del mal que habitan el aire superior’ (Efesios 6,11 s). Estos cuatro principados son esta estatua, que representa al Enemigo, y son los que ha destruido el Verbo santo venido del Padre, como está escrito: "Vi que la piedra que derriba la estatua y la dispersa como arena, llega a ser una gran montaña que cubre toda la tierra" (Daniel 2,35).

Pongámonos, hermanos, bajo su protección, para que nos sea un lugar de refugio (cfr. Salmos 30,3) y nos salve de esas cuatro potencias malvadas, para que también escuchemos la noticia de alegría en compañía de todos sus santos, que serán reunidos ante Él desde los cuatro rincones de la tierra (cfr. Mateo 24,31, Apocalipsis 7,1 s), cuando cada uno comprenderá su propia bendición conforme a sus obras, así está escrito: "Jesús subió a una gran montaña y se sentó, y un gran genio se reunió ante él, de Judea, de Galilea, de la costa del mar y del otro lado del Jordán; abrió la boca, dirigiéndose a los que habían hecho su voluntad, y dio: "Bienaventurados los pobres en el espíritu, pues de ellos es el Reino de los Cielos…" (Mateo 4. 25-5,12).

Su santo nombre tiene poder para estar con nosotros (2 Corintios 9,8) y darnos la fuerza para no dejar que nuestro corazón se extravíe por el olvido del Enemigo; así nos guarda según su poder para que soportemos todo lo que venga contra nosotros por causa de su nombre, de modo que hallemos misericordia (Hebreos 4,16) en compañía de los que han sido juzgados dignos de las bendiciones que antes dije. Por Él se da gloria a Dios Padre con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

Written by Salvador Carbó

6 diciembre, 2011 at 13:48

“Dos pasiones turban especialmente el alma: la lujuria y la cólera”, de Teófano el Recluso

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Teófano el Recluso, Obispo de Vladimir y Tambov (1815-1894)

Teófano el Recluso, conocido en el mundo bajo el nombre de Georges Govorov, nació en Chernavks, cerca de Orlov, en la provincia central de Viatka. Su padre era sacerdote de parroquia y, como muchos hijos de sacerdote en la Rusia pre-revolucionaria, fue también destinado al sacerdocio y enviado a un seminario para realizar sus estudios. Las disposiciones de su carácter se hacían sentir ya en esa época. Sus maestros lo describen como atraído por la soledad, dulce y silencioso. Después del seminario, pasó cuatro años en la academia de teología de Kiev (1837- 1841). Es allí donde conoció la vida monástica gracias a la laura (monasterio griego) de Petcherky, cuna del monaquismo ruso, y se colocó bajo la dirección de uno de los starets de la comunidad, el Padre Parteno. Cuando obtuvo su diploma, Teófano pronunció los votos monásticos y fue ordenado sacerdote. Inteligente, amante del estudio, llegó a ser profesor en el seminario de Clonezt, y más tarde en la Academia de San Peters-burgo. Luego pasó siete años, de 1847 a 1854, en el Cercano Oriente, y particularmente en Palestina, donde sirvió en la Misión espiritual rusa. Aprovechó para adquirir un perfecto dominio de la lengua griega y se familiarizó con los Padres, conocimiento del que debía hacer buen uso más tarde.

De retorno a Rusia, es nombrado rector de la Academia de San Petersburgo. En 1859, fue promovido al Episcopado y sirvió como obispo, primero en Tambov y luego en Vladimir.

Sin embargo, Teófano se sentía mucho más atraído por una vida de oración y de soledad que por la existencia activa que exigía la adminsitración de una diócesis. Es así como en 1866, siete años después de su ordenación al Episcopado dimitió de su cargo, se retiró a un pequeño monasterio provincial, en Vyschen y permaneció allí hasta su muerte, que sobrevino veintiocho años más tarde. Al principio, tomaba parte en los servicios en la iglesia del monasterio pero, a partir de 1872, permaneció estrictamente enclaustrado, no saliendo jamás, no viendo a nadie, salvo a su confesor y al superior del monasterio. Vivía con la mayor simplicidad en dos piezas pobremente amuebladas mientras que, en su pequeña capilla doméstica, todo se reducía a lo esencial: no existía tampoco el Iconostasio. Después de su reclusión celebró la Divina Liturgia, en primer lugar los sábados y domingos, luego, durante los once últimos años de su vida, cada día. Hacía por sí mismo todo el servicio, sin ayuda de un acólito, sin lector para las respuestas y, según la palabra de un biógrafo, "totalmente solo, en silencio, celebrando con los ángeles".

Recluido, Teófano dividía su tiempo entre la oración y el trabajo literario: en particular, pasaba varias horas cada día respondiendo la vasta correspondencia que le llegaba desde todos los rincones de Rusia, principalmente de parte de las mujeres; para distraerse pintaba iconos y hacía un poco de carpintería. Su régimen era de lo más austero: por la mañana un vaso de té con pan; hacia las dos, un huevo (salvo los días de ayuno) y otro vaso de té; por la tarde, nuevamente té y pan.

Entre todos los autores monásticos que escribieron en Rusia, Teófano es probablemente el más cultivado. Cuando se retiró a Vychen, llevó una biblioteca bien provista, en la que se encontraban las obras de filósofos occidentales contemporáneos, pero que consistía, ante todo, en las obras de los Padres. Entre sus libros se encontraba toda la patrología de Migne. Su respeto por los Padres aparece evidenciado en todo lo que ha escrito: aunque las citas sean extremadamente raras, es siempre exactamente fiel a su enseñanza. El monumento visible que Teófano nos ha dejado de esos tres decenios pasados en la reclusión está constituido por una obra literaria sustancial. Preparó la edición en ruso de numerosas obras espirituales griegas y compuso varios volúmenes de comentarios sobre las Epístolas de Pablo; sin embargo, su principal herencia es su correspondencia, publicada parcialmente en diez volúmenes: es de allí de donde se han tomado los textos que acá se dan a conocer. El fue, además, quien publicó, después que el starets Paisij Velichkovsky lo hiciera en eslavo, una edición ampliada, esta vez en ruso, de "La Filocalia" (Amor de la Belleza), bajo el título "Dobrotoljubie" (Amor de la Bondad), 5 vol, 1876-1890.

A pesar de su formación intelectual, Teófano tenía un don particular para expresarse en un lenguaje vivo y directo. Escribía para responder a cuestiones prácticas y a problemas personales bien específicos; es por ello que lo hacía simplemente, en términos que pudieran penetrar directamente hasta el corazón de sus hijos espirituales, que no había conocido nunca, pero que sin embargo comprendía tan bien. Profundamente enraizado en las tradiciones del pasado, y, al mismo tiempo, gracias a su correspondencia, habiendo permanecido tan cercano a los problemas contemporáneos, representa lo que hay de mejor en la enseñanza ascética y espiritual de la Iglesia ortodoxa. Se ha dicho de él: "Es imposible comprender la Ortodoxia rusa a menos de conocer al célebre recluso". Extractos de "Arte de la Oración" Editorial Lumen


"Que el sol no se ponga sobre vuestra cólera. No deis lugar al diablo" (Ef. 5, 26-27). El diablo no tiene acceso al alma si ésta se cuida de las pasiones. Entonces, en efecto, ella es transparente y el diablo no puede verla. Pero cuando ella tolera que una pasión se despierte y lo consiente, ella se oscurece y el diablo la ve. Se acerca rápidamente y comienza a gobernarla. Dos pasiones turban especialmente el alma: la lujuria y la cólera. Cuando el demonio logra enredar a alguien en los hilos de la lujuria, lo deja a solas con sus tormentos, no se ocupa más, salvo tal vez para turbarlo un poco con la cólera. Pero si el hombre no se deja tomar por la lujuria, el demonio se apresura a incitarlo a la cólera y lo rodea de una multitud de cosas irritantes. Aquél que no discierne el engaño del tentador, se deja arrastrar por el enervamiento, permitiendo a la cólera dominarlo y así "da lugar al diablo". Por el contrario, aquél que domina inmediatamente en sí mismo todo asalto de la cólera, resiste al demonio y no le da ningún lugar. La cólera "da lugar al diablo" cuando se la considera como justa y como legítima la satisfacción que procura. Entonces el enemigo penetra en el alma y comienza a sugerir pensamientos de los cuales cada uno es más irritante que el anterior. El hombre resulta pronto inflamado, como si fuera todo de fuego. Es el fuego del infierno. El desdichado se imagina que arde de celo por la justicia, cuando, en realidad, no puede haber ninguna justicia en la cólera (Je. 1, 20). Esa es la forma de ilusión propia de la cólera; tal como existe otra forma de ilusión propia de la lujuria. Aquél que domina rápidamente la cólera disipa esa ilusión y rechaza al diablo como si le diera un buen golpe en el medio del pecho. ¿Y existe alguien que, después de haber extinguido en sí la cólera, y analizado lealmente todo el asunto, no descubre que su irritación descansaba sobre una equivocación? Pero el enemigo da al error la apariencia del buen derecho y hace semejante montaña con ello, que se podría creer que el universo entero va a derrumbarse si no obtenemos satisfacción.

Me decís que no podéis dejar de experimentar resentimiento y hostilidad. ¡Muy bien! Pero gastad vuestra agresividad contra el demonio, y no contra vuestro hermano. Dios nos ha dado la irascibilidad como una espada para traspasar al demonio y no para dañarnos mutuamente. Golpead al enemigo, exterminadlo, encaminaos sobre él tanto como queráis. Terminad vuestra victoria mostrándoos amables y buenos con vuestro prójimo. "Que yo pierda mi fortuna, mi honor y mi gloria; ese miembro de mí mismo me es más precioso que todo". Digamos esto los unos de los otros, y no hagamos daño a nuestra propia carne por un asunto de dinero o de fama.

Written by Salvador Carbó

30 noviembre, 2011 at 18:58