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“Logos 7–Sobre las virtudes”, de Isaías de Gaza (extracto del Ascetikón)

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Existen tres virtudes que tienen cuidado del espíritu y que él necesita: el impulso natural, el coraje viril y la prontitud. Hay tres virtudes que si el espíritu las tiene consigo, llega a la inmortalidad: el discernimiento que distingue una cosa de otra, ver las cosas de antemano y no obedecer nada extraño. Hay tres virtudes que dan cada día luz al espíritu: no conocer la malicia de ningún hombre, devolver bien por mal (Lucas 6,27) y soportar sin turbarse lo que viene contra él de los enemigos.

Estas tres virtudes engendran otras tres mayores que ellas: no conocer la malicia del hombre engendra la caridad, devolver bien por mal trae la concordia y soportar lo que viene en contra sin turbarse trae la dulzura. Hay cuatro virtudes que purifican el alma: el silencio, guardar los mandamientos, la angustia y la humildad. El espíritu necesita estas cuatro virtudes cada día: orar a Dios, postrarse ante Él cada día (Salmos 54,23; 1 Pedro 5,7), no preocuparse de ningún hombre para no juzgarlo y ser sordo a las palabras de las pasiones.

Cuatro virtudes fortifican el alma y le traen lo necesario para refugiarse de la turbación de los enemigos: la misericordia, la ausencia de cólera, la longanimidad y sacudirse toda la malicia del pecado que viene en contra nuestra; disponernos contra el olvido guarda de estas cosas. Hay cuatro virtudes que guardan al joven ante Dios; salmodiar en toda hora, no ser perezoso, la vigilia y no igualarse con nadie.

Los vicios. Por cuatro cosas el alma se ensucia: marchar por la ciudad sin guardar los ojos, por la razón que sea tener amistad con una mujer, tener amistad con los poderosos del mundo y preferir quedarse con sus parientes según la carne. Por cuatro cosas crece la fornicación en el cuerpo: por dormir hasta la saciedad, comer hasta hartarse, por las palabras desvergonzadas y por el adorno del cuerpo.

Por cuatro cosas se entenebrece el alma: por odiar al prójimo, por desdeñarlo, por tenerle envidia y por criticarlo. Por cuatro cosas queda el alma desierta: por ir de un lugar a otro, por amar la distracción, por el amor de las cosas materiales y por el amor al dinero (Mateo 6,24). Por cuatro cosas aumenta la cólera: dar y recibir en la avaricia, amar la propia voluntad, querer enseñar a otros, estimarse a sí mismo por sabio (Romanos 11,25, 12,16).

Hay tres cosas que el hombre adquiere con dificultad y que protegen todas las virtudes: el duelo, llorar por sus pecados y tener ante los ojos la propia muerte (Eclesiástico 28,6). Hay tres cosas que dominan el alma hasta que logra elevarse y que impiden a las virtudes habitar en el espíritu: la cautividad (cfr. Romanos 7,23), la indolencia y el olvido. El olvido combate al hombre atormentándole hasta su último aliento; es más fuerte que todos los pensamientos y engendra todas las malicia, las cosas construidas por el hombre las derriba en todo momento. Éstas son las obras del hombre nuevo y del hombre viejo (Colosenses 3,9): Aquel que ama su alma para no perderla, guarda las obras del hombre nuevo, el que desea el ocio de su alma en este breve tiempo hace las del hombre viejo, pero perderá su alma (Mateo 10,39).

Nuestro Señor Jesucristo manifiesta claramente las obras del hombre nuevo en su santo cuerpo: "Aquel que ama su alma la perderá, pero el que la pierda por mí la encontrará" (Mateo 10,39). En efecto, Él es Señor de la paz (2 Tesalonicenses 3,16), por Él se ha roto el muro de la enemistad (Efesios 2,14). Él decía: "No he venido a traer la paz, sino la espada" (Mateo 10,34). También dijo: "He venido a prender fuego a la tierra, y desearía que ya estuviese ardiendo" (Lucas 12,49). Esto significa que aquellos que han seguido su santa enseñanza están en el fuego de su divinidad; que han encontrado la espada del Espíritu (Efesios 6, 17), y se han hecho enemigos de todas las pasiones de su corazón y que Él les ha dado la paz, diciendo: "Mi paz os doy, mi paz os dejo" (Juan 14,27).

Aquellos que han tenido cuidado de no perder su alma en este mundo y han suprimido su voluntad han llegado a ser corderos santos para el sacrificio (Romanos 8,36). Y cuando vuelva en la gloria de su divinidad, los llamará a su derecha y les dirá: "Venid a mi, benditos de mi Padre, heredad el reino que os ha sido preparado antes de la creación del mundo; pues tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, estuve enfermo y me visitasteis, estuve en prisión y vinisteis a mí" (Mateo 25,34­36). Los que han perdido su alma en este breve tiempo, se encontrarán en el tiempo de la angustia recibiendo una recompensa mucho más grande (Mateo 19,29) que aquella que esperaban recibir.

Pero aquellos que han realizado su voluntad y han conservado su alma en este mundo pecador, que se han perdido en la vanidad (Efesios 4,17) de sus riquezas y no han guardado los mandamientos pensando que hasta el fin se quedarían en este mundo (Santiago 4.13s), la vergüenza de su ceguera será manifestada en el momento del juicio, pues ellos se hicieron víctimas malditas y escucharán la terrible sentencia: "Apartaos de mí, malditos, a las tinieblas eternas que fueron preparadas para Satanás y sus ángeles. Pues tuve hambre y no medisteis de comer… (Mateo 25,41-43). Su boca ha sido cerrada y no han tenido qué decir, pues se han sometido a la falta de misericordia y el odio a los pobre les ha dominado. Pero ellos dijeron al Señor: "¿Cuándo te hemos visto y no te hemos servido?", y El los callará diciendo: "En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo" (Mateo 25,45).

¡Examinémonos, bienamados! Cada uno de nosotros, ¿sigue los mandamientos según su fuerza, o no? Pues todos tenemos que seguirlos: el pequeño según su pequeñez, el grande según su grandeza. En efecto, los que depositaban sus ofrendas en el tesoro del Templo eran ricos, pero tuvo (JESÚS) más alegría de la viuda pobre con sus dos óbolos (Marcos 12,41-44). Pues es nuestra voluntad lo que Dios observa (1 Samuel 16,7).

No demos lugar al desaliento en nuestro corazón, que el temor que nos envía no nos separe de Dios, sino sigamos sus mandamientos según nuestra pobreza. Pues Él mismo se apiadó de la hija del jefe de la sinagoga y la resucitó (Lucas 8,49-55); asimismo tuvo piedad de la mujer afligida, que se había gastado todo lo que tenía en médicos antes de conocer a Cristo (Lucas 8,42-44). Y curó al siervo del centurión porque le creyó (Mateo 8,5-13), _y se apiadó de aquella mujer cananea y curó a su hija (Mateo 15,22-28). Lo mismo que resucita a Lázaro, su amigo (Juan 11,41-44), resucita a la hija de la mujer pobre a causa de sus lágrimas (Lucas 7,11-15). Y no aparta de su lado a María, que había ungido sus pies con perfumes (Juan 12,3-8), ni tampoco desdeñó a la pecadora que ungió sus pies con perfumes y con sus lágrimas (Lucas 7,37-50). Así como llamó a Pedro y a Juan en su barca, diciendo: venid conmigo" (Mateo 4,18s), también llama a Mateo que estaba sentado en el puesto de tributos (Mateo 9,9). Y como lavó los pies a sus discípulos, así también se los lavó a Judas, sin hacer diferencia (Juan 13,5-11). Y lo mismo que el Espíritu Paráclito vino sobre los discípulos (Hechos 2,1-4), así vino también sobre Cornelio claramente (Hechos 10,22-44). Y lo mismo que requirió a Ananías en Damasco por Pablo diciendo: "Él es para mi vaso de elección" (Hechos 9,15); así requirió a Felipe en Samaria por el etíope de Candaces (Hechos 8,26-39). Pues no hace acepción de personas (Romanos 2,11), pequeños o grandes, ricos o pobres; sino que es la voluntad lo que busca (1 Samuel 16,7) en el hombre, la fe, guardar sus mandamientos y la caridad hacia todos. Ésta es, en efecto, un sello para el alma cuando salsa del cuerpo (Apocalipsis 7.3), por eso ordena a sus discípulos diciendo: "Todos reconocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros" (Juan 13,35). ¿De quién dice «todos reconocerán, sino de las potencias de la derecha y de la izquierda? (cfr. Mateo 25,34-43); en efecto, una vez que las potencias adversas vean el signo de la caridad que va con el alma, se apartarán de ella con temor y se reunirán a su lado todas las potencias santas.

Luchemos, bienamados, según nuestra fuerza, por adquirir la caridad, para que nuestros enemigos no nos atrapen. El mismo Señor dijo: "Es imposible ocultar la ciudad construida sobre la montaña" (Mateo 5,14), ¿de qué montaña habla, si no es de su santa e inmutable palabra? Hagamos, bienamados, el trabajo de realizar con celo y ciencia su palabra que dice: "Aquel que me ama, guarda mis mandamientos" (Juan 14.23). De modo que vuestros trabajos sean como una ciudad seguridad y fortificada (Salinos 30.22) que nos guarde de nuestros enemigos, hasta que os encontréis con Él.

Pues si nos hallamos seguros (1 Juan 4.17), todos nuestros enemigos serán abatidos gracias a su palabra, que es la montaña, según se ha escrito en Daniel: "Una piedra se separó, sin intervención de mano alguna, y derriba la estatua de oro, plata, bronce, hierro y arcilla" (Daniel 2,34); por eso dijo el Apóstol: "Revestíos de la armadura de Dios, para que resistáis la fuerza del diablo, pues no luchamos contra la sangre ni la carne, sino contra los principados, las potencias, los maestros del mundo tenebroso, los espíritus del mal que habitan el aire superior’ (Efesios 6,11 s). Estos cuatro principados son esta estatua, que representa al Enemigo, y son los que ha destruido el Verbo santo venido del Padre, como está escrito: "Vi que la piedra que derriba la estatua y la dispersa como arena, llega a ser una gran montaña que cubre toda la tierra" (Daniel 2,35).

Pongámonos, hermanos, bajo su protección, para que nos sea un lugar de refugio (cfr. Salmos 30,3) y nos salve de esas cuatro potencias malvadas, para que también escuchemos la noticia de alegría en compañía de todos sus santos, que serán reunidos ante Él desde los cuatro rincones de la tierra (cfr. Mateo 24,31, Apocalipsis 7,1 s), cuando cada uno comprenderá su propia bendición conforme a sus obras, así está escrito: "Jesús subió a una gran montaña y se sentó, y un gran genio se reunió ante él, de Judea, de Galilea, de la costa del mar y del otro lado del Jordán; abrió la boca, dirigiéndose a los que habían hecho su voluntad, y dio: "Bienaventurados los pobres en el espíritu, pues de ellos es el Reino de los Cielos…" (Mateo 4. 25-5,12).

Su santo nombre tiene poder para estar con nosotros (2 Corintios 9,8) y darnos la fuerza para no dejar que nuestro corazón se extravíe por el olvido del Enemigo; así nos guarda según su poder para que soportemos todo lo que venga contra nosotros por causa de su nombre, de modo que hallemos misericordia (Hebreos 4,16) en compañía de los que han sido juzgados dignos de las bendiciones que antes dije. Por Él se da gloria a Dios Padre con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

Written by Salvador Carbó

6 diciembre, 2011 at 13:48

Síntesis de la subida al monte Carmelo, de San Juan de la Cruz

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MODO PARA VENIR AL TODO

Para venir a lo que no sabes
has de ir por donde no sabes.
Para venir a lo que no gustas,
has de ir por donde no gustas.
Para venir a lo que no posees
has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres,
has de ir por donde no eres.

MODO DE TENER AL TODO

Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Para venir a gustarlo todo,
no quieras gustar algo en nada.
Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.

MODO PARA NO IMPEDIR AL TODO

Cuando reparas en algo,
dejas de arrojarte al todo.
Porque para venir de todo al todo,
has de dejar del todo a todo.
Y cuando lo vengas todo a tener
has de tenerlo sin nada querer.
Porque si quieres tener algo en todo
no tienes puro en Dios tu tesoro

INDICIO DE QUE SE TIENE TODO

En esta desnudez halla el
espíritu quietud y descanso,
porque como nada codicia,
nada le impele hacia arriba y
nada le oprime hacia abajo,
que está en el centro de su humildad.
Que cuando algo codicia
en eso mismo se fatiga.

síntesis subida al monte carmelo, san juan de la cruz

Cuando con propio amor nada quise

Dióseme todo sin ir tras ello.

Después que me he puesto en nada

Hallo que nada me falta

Nada, nada, nada, nada, nada

Y en el Monte nada

Ya por aquí no hay camino

Que para el justo no hay ley.

San Juan de la Cruz. Subida del Monte Carmelo

Written by Salvador Carbó

28 noviembre, 2011 at 9:46

Benedicto XVI: oración y sentido religioso

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 11 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió a los peregrinos y fieles provenientes de Italia y de todo el mundo, en la Audiencia General que se ha celebrado esta mañana en la Plaza de San Pedro

* * * * *

Queridos hermanos y hermanas,

hoy quisiera continuar reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.

Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del secularismo. Parece que Dios haya desaparecido del horizonte de muchas personas o que se haya convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Vemos, sin embargo, al mismo tiempo, muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, ha fracasado la previsión de quien, en la época de la Ilustración, anunciaba la desaparición de las religiones y exaltaba la razón absoluta, separada de la fe, una razón que habría ahuyentado las tinieblas de los dogmas religiosos y que habría disuelto “el mundo de lo sagrado”, restituyendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas Guerras Mundiales pusieron en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia … Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres” (nº 2566). Podríamos decir – como mostré en la catequesis anterior – que no ha habido ninguna gran civilización, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, que no haya sido religiosa.

El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: “el deseo de Dios – afirma también el Catecismo – está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios” (nº27). La imagen del Creador está impresa en su ser y siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que tienen que ver con el sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Para este fin, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, en el tentativo de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre “digital” así como el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa las vías para superar su finitud y para segurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría una sentido completo, y la felicidad a la que tendemos, se proyecta hacia un futuro, hacia un mañana que se tiene que cumplir todavía. El Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: “Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, cuál es el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos?” (nº1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque sea iluso y crea todavía que es autosuficiente, tiene la experiencia de que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse al otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta, debe salir de sí mismo hacia Él que puede colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.

El hombre lleva dentro de si una sed del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan hacia el Absoluto; el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como la “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia y finalmente el pecado de cada uno de los que rezan. La historia del hombre ha conocido, en efecto, variadas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia lo Alto y hacia el Más Allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.

De hecho, queridos hermanos y hermanas, como vimos el pasado miércoles, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto a tal, del homo orans, es necesario tener presente que esta es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y fundamenta sus raíces en lo más profundo de la persona; por esto no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, puede estar sujeta a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, de la tensión hacia lo Invisible, lo Inesperado y lo Inefable. Por esto, la experiencia de la oración es un desafío para todos, una “gracia” que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.

En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y a su situación frente a Dios, a partir de Dios y respecto a Dios, y experimenta ser criatura necesitada de ayuda, incapaz de procurarse por sí mismo el cumplimiento d ella propia existencia y de la propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que “rezar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo”. En la dinámica de esta relación con quien da el sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que lleva en sí mismo una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas -condición de indigencia y de esclavitud- o puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, “pecador”. En la experiencia de la oración, la criatura humana expresa toda su conciencia de sí misma, todo lo que consigue captar de su existencia y, a la vez, se dirige, toda ella, al Ser frente al cual está, orienta su alma a aquel Misterio del que espera el cumplimiento de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de la propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse “más allá” está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

Sin embargo, sólo en el Dios que se revela encuentra su plena realización la búsqueda del hombre. La oración que es la apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: “Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y de actos, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación” (nº2567).

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a estar más tiempo delante de Dios, al Dios que se ha revelado en Jesucristo, aprendamos a reconocer en el silencio, en la intimidad de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para hacernos ir más allá de los límites de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con Él que es Infinito Amor. ¡Gracias!

[En español dijo]

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes de Guatapé, Colombia, así como a los grupos provenientes de España, México, Panamá, Argentina y otros países latinoamericanos. Os invito a que entrando en el silencio de vuestro interior aprendáis a reconocer la voz que os llama y os conduce a lo más intimo de vuestro ser, para abriros a Dios, que es Amor Infinito. Muchas gracias.

[En italiano dijo]

Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, exhortando a todos a intensificar la práctica piadosa del Santo Rosario, especialmente en este mes de mayo dedicado a la Madre de Dios. Os invito a vosotros, queridos jóvenes, a valorar esta tradicional oración mariana, que ayuda a comprender mejor y a asimilar los momentos centrales de la salvación realizada por Cristo. Os exhorto a vosotros, queridos enfermos, a dirigiros con confianza a la Virgen María mediante este pío ejercicio, confiándole a Ella todas vuestras necesidades. Os exhorto a vosotros, queridos recién casados, a hacer del rezo del Rosario en familia, un momento de crecimiento espiritual bajo la mirada de la Virgen María.

[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez

© Copyright 2011 – Libreria Editrice Vaticana]

Written by Salvador Carbó

12 May, 2011 at 7:45

Publicado en Documentos, Fe

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Logos 2 – Del abba Isaías: sobre el espíritu, según su naturaleza

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Deseo que conozcáis, hermanos míos, que en el principio cuando Dios creó al hombre, lo puso en medio del Paraíso (Génesis 2,15), en posesión de sus facultades sanas y según su naturaleza, pero cuando el hombre dio crédito a aquel que le hizo caer (Génesis 3,13), todos sus sentidos se cambiaron en contra de su estado natural, y el hombre fue privado de su gloria (Romanos 3,23).

Nuestro Señor Jesucristo, a causa de su gran amor, tuvo misericordia del género humano (Tito 3,5), y el Verbo se hizo carne (Juan 1,14), es decir, vino a ser un hombre perfecto en todo, como nosotros en todo, excepto en el pecado (Hebreos 4,15), para volver lo que estaba cambiado conforme a la forma del estado natural de su santo cuerpo. Teniendo misericordia del hombre, lo devuelve al Paraíso y lo coloca en medio de aquellos que lo esclavizaron y le da los mandamientos para vencer a quien lo había expulsado de su gloria (Romanos 3,23); así nos muestra un servicio santo (Santiago 1,27; Romanos 12,1) y una ley pura, de manera que el hombre permanezca en adelante conforme a la naturaleza en la cual Dios lo había creado.

Quien desee alcanzar este estado natural, que reprima todas las concupiscencias de la carne (Efesios 2,3) para mantenerse dentro de la conformidad con su naturaleza.

Cuando aparece naturalmente el deseo en el espíritu, si no es según Dios, no hay caridad; por eso Daniel fue llamado "varón de deseos" (Daniel 9,23). A este deseo el Enemigo lo ha transformado en deseo vergonzoso, para desear todo lo impuro. En el espíritu aparece de forma natural la envidia, y si no es según Dios (Romanos 10,2), no hay crecimiento, según lo que ha escrito el Apóstol: "Aspirad a los carismas superiores" (1 Corintios 12,31). Pero en nosotros, esta envidia según Dios ha sido cambiada a un estado en contra de la naturaleza, de forma que nos envidiamos unos a otros y, envidiándonos, nos mentimos (Colosenses 3,9). La cólera aparece en el espíritu conforme a su naturaleza; sin cólera no habría pureza en el hombre, sin irritarse contra todo lo que el enemigo siembra en él (Mateo 13,25); como Fineas, hijo de Eleazar, que en su cólera mató al hombre y la mujer, y cesó sobre su pueblo la cólera de Dios (Números 25,75).

Pero en nosotros la cólera ha sido transformada para que nos irritemos contra nuestro prójimo a causa de motivos insensatos e inútiles (1 Timoteo 6,9). En el espíritu, de acuerdo con su naturaleza, hay un odio, y cuando Elías lo encontró, mató a los profetas de la impiedad (1 Reyes 18,40); del mismo modo Samuel mató a Agag, rey de Amalec (1 Samuel 15,33), pues sin odio hacia el Enemigo el honor no se manifiesta al alma (2 Pedro 1,4). Pero en nosotros el odio se ha transformado en contra de su naturaleza y hace que odiemos a nuestro prójimo y lo despreciemos; este mismo odio es el que expulsa a todas las virtudes.

De su naturaleza surge en el espíritu concebir pensamientos de orgullo contra el Enemigo; quien lo encuentra, como Job, insulta a sus enemigos y les dice: "Viles y despreciables, faltos de todo bien, que yo no considero dignos ni de los perros de mi casa" (Job 30,4).

Pero en nosotros esta concepción de pensamientos de orgullo contra los enemigos fue cambiada; así, hemos sido humillados delante de ellos y nos enorgullecemos unos contra otros, nos provocamos mutuamente, nos tenemos por más justos que nuestro prójimo y con este orgullo Dios llega a ser enemigo para el hombre (Santiago 4,4-6): He aquí cómo lo que había sido creado en el hombre, cuando comió de la desobediencia (Génesis 3,7; Romanos 1,26) se transformó en pasiones impías (Santiago 4,4-6). Esforcémonos, bienamados, por abandonarlas y así adquirir lo que nos muestra nuestro Señor Jesucristo en su santo cuerpo, pues Él es santo y habita en los santos (Levítico 11,44s).

Cuidemos nosotros mismos aquello que complace a Dios (Efesios 5,10) y, según nuestras fuerzas, realizando nuestra obra y sopesando nuestros miembros, de forma que estén conformes con su naturaleza, encontremos misericordia en la hora de la tentación que sobrevendrá a todo el universo (Apocalipsis 3,10), implorando sin cesar a su bondad que su auxilio venga en ayuda de nuestra bajeza y nos salve de la mano de todos nuestros enemigos (Salmos 30,16). Él es la fuerza, el auxilio y el poder, por los siglos de los siglos. Amén.

Written by Salvador Carbó

6 marzo, 2011 at 14:41

Nueva versión del "Resucitó"

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Se ha publicado recientemente el cantoral con los Cantos del Camino. Este es el documento RESUCITO19Edicion2010.

Publicamos a continuación la nota al mismo.

NOTA A LA DECIMONOVENA EDICIÓN

Queridos hermanos,
Con esta nueva edición del libro de cantos del Camino Neocatecumenal hemos finalizado la revisión que ya iniciamos en la decimoctava edición anterior, y que confiamos contribuya a realizar con mayor fidelidad y amor este servicio de cantores, mediante este tesoro que son los cantos del Camino.
En esta nueva edición hemos incorporado todos los cantos que Kiko ha compuesto y enseñado en las convivencias de inicio de curso de los últimos años; hemos introducido algunos cantos y estrofas inéditas que hemos recuperado de grabaciones archivadas en el Centro Neocatecumenal, y que con el paso del tiempo se habían perdido; hemos ajustado, corregido y mejorado la estructura de los textos de todos los cartones con el objetivo de facilitar la lectura y ejecución del canto; adicionalmente, hemos incorporado algunos cantos que no se habían traducido al español y que formaban parte del libro de cantos en Italia.
Notaréis que en esta edición hemos reorganizado un conjunto numeroso de cantos, cambiándolos de posición y color; tenéis a vuestra disposición en la página siguiente el detalle completo. Esta nueva clasificación persigue una clasificación más ajustada a cómo los hermanos van recibiendo los cantos de sus catequistas, a medida que la comunidad avanza en las distintas etapas y pasos del Camino; para realizar esta clasificación nos hemos basado en las Orientaciones a los equipos de catequistas.
Como siempre tenéis a vuestra disposición la Secretaría del Centro para comunicar cualquier incidencia o sugerencia que contribuya a mejorar este instrumento al servicio de la comunidad.

Centro Neocatecumenal Diocesano de Madrid
Octubre 2010

Written by Salvador Carbó

17 noviembre, 2010 at 10:37

El auténtico arte sacro

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Por Rodolfo Papa*
El arte sacro tiene la tarea de servir con la belleza a la sagrada liturgia. En la Sacrosanctum Concilium está escrito: «La Iglesia nunca consideró como propio ningún estilo artístico, sino que acomodándose al carácter y condiciones de los pueblos y a las necesidades de los diversos ritos, aceptó las formas de cada tiempo, creando en el curso de los siglos un tesoro artístico digno de ser conservado cuidadosamente» (n. 123).
La Iglesia, por tanto, no elige un estilo; esto quiere decir que no privilegia el barroco o el neoclásico o el gótico, sino que todos los estilos son capaces de servir al rito. Esto no significa, evidentemente, que cualquier forma de arte pued a o deba ser aceptada acríticamente, de hecho en el mismo documento, se afirma con claridad: «la Iglesia se consideró siempre, con razón, como árbitro de las mismas, discerniendo entre las obras de los artistas aquellas que estaban de acuerdo con la fe, la piedad y las leyes religiosas tradicionales y que eran consideradas aptas para el uso sagrado» (n. 122). Resulta útil, por tanto, preguntarse «qué» forma artística puede responder mejor a las necesidades de un arte sacro católico, o lo que es lo mismo, «cómo» el arte puede servir mejor «con tal que sirva a los edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia».
Los documentos conciliares no derrochan palabras, y sin embargo dan directivas precisas: el arte sacro auténtico debe buscar «noble belleza» y no «mera suntuosidad», no debe contrariar a la fe, las costumbres, la p iedad cristiana, u ofender el «genuino sentido religioso». Este último punto viene explicitado en dos direcciones: las obras de arte sacro pueden ofender el sentido religioso genuino bien «por la depravación de las formas», es decir, formalmente inoportunas, o «por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte» (n. 124). Se requiere al arte sacro la propiedad de una forma bella, «no depravada», y la capacidad de expresar de forma apropiada y sublime el mensaje. Un claro ejemplo está presente también en la Mediator Dei, en la que Pío XII pide un arte que evite «el realismo excesivo por una parte, y por otra, el exagerado simbolismo» (n. 190).
Estas dos expresiones se refieren a expresiones históricas concretas. Encontramos de hecho «excesivo realismo» en la compleja corriente cultural del Realismo, nacido como reacción al sentimentalismo tardorromántico de la pintura de moda, y que podemos encontrar también en la nueva función social asignada al papel del artista, con peculiar referencia a temas tomados directamente de la realidad contemporánea, y también además la podemos relacionar con la concepción propiamente marxista del arte, que conducirán a las reflexiones estéticas de la II Internacional, hasta las teorías expuestas por G. Lukacs. Además, hay «excesivo realismo» también en algunas posturas propiamente internas a la cuestión del arte sacro, e sea, en la corriente estética que entre finales del siglo XIX y principios del XX propuso pinturas que tratan temas sagrados sin afrontar correctamente la cuestión, con excesivo verismo, como por ejemplo una Crucifixión pintada por Max Klinger, que ha sido definida como una composición «mixta de elementos de un verismo brutal y de principios puramente idealistas» (C. Costantini, Il Crocifisso nell’arte, Florencia 1911, p. 164).
Encontramos en cambio «exagerado simbolismo» en otra corriente artística que se contrapone a la realista. Entre los precursores del pensamiento simbolista se pueden encontrar G. Moureau, Puvis de Chavannes, O. Redon, y más tarde se adhirieron a esta corriente artistas como F. Rops, F. Khnopff, M. J. Whistler. En los mismos años, el crítico C. Morice elaboró una verdadera y propia teoría simbolista, definiéndola como una síntesis entre espíritu y sentidos. Hasta llegar luego, después de 1890, a una auténtica doctrina llevada adelante por el grupo de los Nabis, con P. Sérusier, que fue su teórico, por el grupo de los Rosacruces que unía tendencias místicas y teosóficas, y finalmente por el movimiento del convento benedictino de Beuro n.
La cuestión se aclara más, por tanto, si se encuadra inmediatamente en los términos histórico-artísticos correctos; en el arte sacro es necesario evitar los excesos del inmanentismo por una parte y del esoterismo por la otra. Es necesario emprender el camino de un «realismo moderado» junto a un simbolismo motivado, capaces de captar el desafío metafísico, y de realizar, como afirma Juan Pablo II en la Carta a los Artistas un medio metafórico lleno de sentido. Por tanto, no un hiperrealismo obsesionado por un detalle que siempre se escapa, sino un sano realismo que en el cuerpo de las cosas y en el rostro de los hombres sabe leer y aludir, y reconocer la presencia de Dios.
En el mensaje a los artistas se dice: «Vosotros [los artistas] la habéis ayudado [a la Iglesia] a traducir su divino mensaje en el lenguaje de las formas y de las figuras, a hacer perceptible el mundo invisible». Me parece que en este pasaje se toca el corazón del arte sacro. Si el arte, todo arte, da forma a la materia, expresa lo universal mediante lo particular, el arte sacro, el arte al servicio de la Iglesia, lleva a cabo también la sublime mediación entre lo invisible y lo visible, entre el divino mensaje y el lenguaje artístico. Al artista se le pide que de forma a la materia re-creando incluso ese mundo invisible pero real que es la suprema esperanza del hombre.
Todo esto me parece que conduce hacia una afirmación del arte figurativo – o sea, un arte que se empeña en «figurar» la realidad – como máximo instrumento de servicio, como mejor posibilidad de un arte sacro. El arte realista figurativo, de hecho, logra servir adecuadamente al culto católico, porque se funda en la realidad creada y redimida y, precisamente comparándose con la realidad, consigue evitar los escollos opuestos de los excesos. Precisamente por esto se puede afirmar que lo más propio del arte cristiano de todos los tiempos es un horizonte de «realismo moderado», o si queremos, de «realismo antropológico», dentro del cual se han desarrollado, en el tiempo, todos los estilos propios del arte cristiano (dada la complejidad del tema, remito a artículos posteriores).
El artista que quiera servir a Dios en la Iglesia, no puede sino medirse con la «imagen», la cual hace perceptible el mundo invisible. Al artista cristiano se le pide, por tanto, un compromiso particular: el de representar la realidad creada y, a través de ella, ese «más allá» que la explica, la funda, la redime. El arte figurativo no debe tampoco temer como inactual la «narración», el arte es siempre narrativo, tanto más cuando se pone al servicio de una historia que ha sucedido, en un tiempo y en un espacio. Por la particularidad de esta tarea, al artista se le pide también que sepa «qué narrar»: conocimiento evangélico, competencia teológica, preparación histórico-artística y amplio conocimiento de toda la tradición iconográfica de la Iglesia. Por otra parte, la teología misma tiende a hacerse cada vez más narrativa.
La obra de arte sacro, por tanto, constituye un instrumento de catequesis, de meditación, de oración, siendo destinada «al culto católico, a la edificación, a la piedad y a la instrucción religiosa de los fieles»; los artistas, como recuerda el ya muchas veces citado mensaje de la Iglesia a los artistas, han «edificado y decorado sus templos, celebrado sus dogmas, enriquecido su liturgia» y deben seguir haciéndolo.
Así también hoy nosotros somos llamados a realizar en nuestro tiempo obras y tr abajos dirigidos a edificar al hombre y a dar Gloria a Dios, como recita la Sacrosanctum Concilium: «También el arte de nuestro tiempo, y el de todos los pueblos y regiones, ha de ejercerse libremente en la Iglesia, con tal que sirva a los edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia; para que pueda juntar su voz a aquel admirable concierto que los grandes hombres entonaron a la fe católica en los siglos pasados» (n. 123).

[Traducción del italiano por Inma Álvarez]

Written by Salvador Carbó

12 noviembre, 2010 at 8:23

Publicado en Documentos, Fe

Comentarios al “Magníficat”

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Reproducimos a continuación diversos comentarios hechos sobre el himno del  "Magníficat", canto de alabanza ante la obra de Dios.

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

En el Magníficat (Lc 1, 46-55) María celebra la obra admirable de Dios

1. María, inspirándose en la tradición del Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las maravillas que Dios realizó en ella. Ese cántico es la respuesta de la Virgen al misterio de la Anunciación: el ángel la había invitado a alegrarse; ahora María expresa el júbilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella, criatura pobre y sin influjo en la historia.

Con la expresión Magníficat, versión latina de una palabra griega que tenía el mismo significado, se celebra la grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia, superando las expectativas y las esperanzas del pueblo de la alianza e incluso los más nobles deseos del alma humana.

Frente al Señor, potente y misericordioso, María manifiesta el sentimiento de su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1,46-48). Probablemente, el término griego está tomado del cántico de Ana, la madre de Samuel. Con él se señalan la «humillación» y la «miseria» de una mujer estéril (cf. 1 S 1,11), que encomienda su pena al Señor. Con una expresión semejante, María presenta su situación de pobreza y la conciencia de su pequeñez ante Dios que, con decisión gratuita, puso su mirada en ella, joven humilde de Nazaret, llamándola a convertirse en la madre del Mesías.

2. Las palabras «desde ahora me felicitaran todas las generaciones» (Lc 1, 48) toman como punto de partida la felicitación de Isabel, que fue la primera en proclamar a María «dichosa» (Lc 1,45). El cántico, con cierta audacia, predice que esa proclamación se irá extendiendo y ampliando con un dinamismo incontenible. Al mismo tiempo, testimonia la veneración especial que la comunidad cristiana ha sentido hacia la Madre de Jesús desde el siglo I. El Magníficat constituye la primicia de las diversas expresiones de culto, transmitidas de generación en generación, con las que la Iglesia manifiesta su amor a la Virgen de Nazaret.

3. «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,49-50).

¿Qué son esas «obras grandes» realizadas en María por el Poderoso? La expresión aparece en el Antiguo Testamento para indicar la liberación del pueblo de Israel de Egipto o de Babilonia. En el Magníficat se refiere al acontecimiento misterioso de la concepción virginal de Jesús, acaecido en Nazaret después del anuncio del ángel.

En el Magníficat, cántico verdaderamente teológico porque revela la experiencia del rostro de Dios hecha por María, Dios no sólo es el Poderoso, pare el que nada es imposible, como había declarado Gabriel (cf. Lc 1,37), sino también el Misericordioso, capaz de ternura y fidelidad para con todo ser humano.

4. «Él hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,51-53).

Con su lectura sapiencial de la historia, María nos lleva a descubrir los criterios de la misteriosa acción de Dios. El Señor, trastrocando los juicios del mundo, viene en auxilio de los pobres y los pequeños, en perjuicio de los ricos y los poderosos, y, de modo sorprendente, colma de bienes a los humildes, que le encomiendan su existencia (cf. Redemptoris Mater, 37).

Estas palabras del cántico, a la vez que nos muestran en María un modelo concreto y sublime, nos ayudan a comprender que lo que atrae la benevolencia de Dios es sobre todo la humildad del corazón.

5. Por ultimo, el cántico exalta el cumplimiento de las promesas y la fidelidad de Dios hacia el pueblo elegido: «Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1,54-55).

María, colmada de dones divinos, no se detiene a contemplar solamente su caso personal, sino que comprende que esos dones son una manifestación de la misericordia de Dios hacia todo su pueblo. En ella Dios cumple sus promesas con una fidelidad y generosidad sobreabundantes.

El Magníficat, inspirado en el Antiguo Testamento y en la espiritualidad de la hija de Sión, supera los textos proféticos que están en su origen, revelando en la «llena de gracia» el inicio de una intervención divina que va mas allá de las esperanzas mesiánicas de Israel: el misterio santo de la Encarnación del Verbo.

[Audiencia general del Miércoles de 6 de noviembre 1996]

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CATEQUESIS DE BENEDICTO XVI

El Magníficat (Lc 1, 46-55) Cántico de la santísima Virgen María

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hemos llegado ya al final del largo itinerario que comenzó, hace exactamente cinco años, en la primavera del año 2001, mi amado predecesor el inolvidable Papa Juan Pablo II. Este gran Papa quiso recorrer en sus catequesis toda la secuencia de los salmos y los cánticos que constituyen el entramado fundamental de oración de la liturgia de las Laudes y las Vísperas.

Al terminar la peregrinación por esos textos, que ha sido como un viaje al jardín florido de la alabanza, la invocación, la oración y la contemplación, hoy reflexionaremos sobre el Cántico con el que se concluye idealmente toda celebración de las Vísperas: el Magníficat (cf. Lc 1,46-55).

Es un canto que revela con acierto la espiritualidad de los anawim bíblicos, es decir, de los fieles que se reconocían «pobres» no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora. En efecto, todo el Magníficat, que acabamos de escuchar cantado por el coro de la Capilla Sixtina, está marcado por esta «humildad», en griego tapeinosis, que indica una situación de humildad y pobreza concreta.

2. El primer movimiento del cántico mariano (cf. Lc 1,46-50) es una especie de voz solista que se eleva hacia el cielo para llegar hasta el Señor. Escuchamos precisamente la voz de la Virgen que habla así de su Salvador, que ha hecho obras grandes en su alma y en su cuerpo. En efecto, conviene notar que el cántico está compuesto en primera persona: «Mi alma… Mi espíritu… Mi Salvador… Me felicitarán… Ha hecho obras grandes por mí…». Así pues, el alma de la oración es la celebración de la gracia divina, que ha irrumpido en el corazón y en la existencia de María, convirtiéndola en la Madre del Señor.

La estructura íntima de su canto orante es, por consiguiente, la alabanza, la acción de gracias, la alegría, fruto de la gratitud. Pero este testimonio personal no es solitario e intimista, puramente individualista, porque la Virgen Madre es consciente de que tiene una misión que desempeñar en favor de la humanidad y de que su historia personal se inserta en la historia de la salvación. Así puede decir: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (v. 50). Con esta alabanza al Señor, la Virgen se hace portavoz de todas las criaturas redimidas, que, en su «fiat» y así en la figura de Jesús nacido de la Virgen, encuentran la misericordia de Dios.

3. En este punto se desarrolla el segundo movimiento poético y espiritual del Magníficat (cf. vv. 51-55). Tiene una índole más coral, como si a la voz de María se uniera la de la comunidad de los fieles que celebran las sorprendentes elecciones de Dios. En el original griego, el evangelio de san Lucas tiene siete verbos en aoristo, que indican otras tantas acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia: «Hace proezas…; dispersa a los soberbios…; derriba del trono a los poderosos…; enaltece a los humildes…; a los hambrientos los colma de bienes…; a los ricos los despide vacíos…; auxilia a Israel».

En estas siete acciones divinas es evidente el «estilo» en el que el Señor de la historia inspira su comportamiento: se pone de parte de los últimos. Su proyecto a menudo está oculto bajo el terreno opaco de las vicisitudes humanas, en las que triunfan «los soberbios, los poderosos y los ricos». Con todo, está previsto que su fuerza secreta se revele al final, para mostrar quiénes son los verdaderos predilectos de Dios: «Los que le temen», fieles a su palabra, «los humildes, los que tienen hambre, Israel su siervo», es decir, la comunidad del pueblo de Dios que, como María, está formada por los que son «pobres», puros y sencillos de corazón. Se trata del «pequeño rebaño», invitado a no temer, porque al Padre le ha complacido darle su reino (cf. Lc 12,32). Así, este cántico nos invita a unirnos a este pequeño rebaño, a ser realmente miembros del pueblo de Dios con pureza y sencillez de corazón, con amor a Dios.

4. Acojamos ahora la invitación que nos dirige san Ambrosio en su comentario al texto del Magníficat. Dice este gran doctor de la Iglesia: «Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios. Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios… El alma de María proclama la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra en Dios, porque, consagrada con el alma y el espíritu al Padre y al Hijo, adora con devoto afecto a un solo Dios, del que todo proviene, y a un solo Señor, en virtud del cual existen todas las cosas» (Esposizione del Vangelo secondo Luca, 2, 26-27: SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 169).

En este estupendo comentario de san Ambrosio sobre el Magníficat siempre me impresionan de modo especial las sorprendentes palabras: «Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios». Así el santo doctor, interpretando las palabras de la Virgen misma, nos invita a hacer que el Señor encuentre una morada en nuestra alma y en nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro corazón; también debemos llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo para nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar de nuevo a Cristo a nuestro mundo.

[Texto de la Audiencia general del Miércoles 15 de febrero de 2006]

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EL "MAGNÍFICAT" DE LA IGLESIA EN CAMINO

por S. S. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, nn. 35-37

35. La Iglesia, pues, en la presente fase de su camino, trata de buscar la unión de quienes profesan su fe en Cristo para manifestar la obediencia a su Señor que, antes de la pasión, ha rezado por esta unidad. La Iglesia «va peregrinando…, anunciando la cruz del Señor hasta que venga» (Lumen gentium, 8). «Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso» (Lumen gentium, 9).

La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra de modo especial el cántico del Magníficat que, salido de la fe profunda de María en la Visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos. Lo prueba su recitación diaria en la liturgia de las Vísperas y en otros muchos momentos de devoción tanto personal como comunitaria.

«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador…» (Lc 1,46-55).

36. Cuando Isabel saludó a la joven pariente que llegaba de Nazaret, María respondió con el Magníficat. En el saludo Isabel había llamado antes a María «bendita» por «el fruto de su vientre», y luego «feliz» por su fe (cf. Lc 1, 42. 45). Estas dos bendiciones se referían directamente al momento de la Anunciación. Después, en la Visitación, cuando el saludo de Isabel da testimonio de aquel momento culminante, la fe de María adquiere una nueva conciencia y una nueva expresión. Lo que en el momento de la Anunciación permanecía oculto en la profundidad de la «obediencia de la fe», se diría que ahora se manifiesta como una llama del espíritu clara y vivificante. Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión le su fe, en la que la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la elevación espiritual y poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al mismo tiempo muy sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de Israel (como es sabido, las palabras del Magníficat contienen o evocan numerosos pasajes del AT), se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la historia del hombre.

María es la primera en participar de esta nueva revelación de Dios y, a través de ella, de esta nueva «autodonación» de Dios. Por esto proclama: «Ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo». Sus palabras reflejan el gozo del espíritu, difícil de expresar: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador». Porque «la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre… resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación» (Dei Verbum, 2). En su arrebatamiento María confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta plenitud de Cristo. Es consciente de que en ella se realiza la promesa hecha a los padres y, ante todo, «en favor de Abraham y su descendencia por siempre»; que en ella, como madre de Cristo, converge toda la economía salvífica, en la que, «de generación en generación», se manifiesta Aquel que, como Dios de la Alianza, se acuerda «de la misericordia».

37. La Iglesia, que desde el principio conforma su camino terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola repite constantemente las palabras del Magníficat. Desde la profundidad de la fe de la Virgen en la Anunciación y en la Visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el Dios de la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace «obras grandes» al hombre: «Su nombre es santo». En el Magníficat la Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la «poca fe» en Dios. Contra la «sospecha» que el «padre de la mentira» ha hecho surgir en el corazón de Eva, la primera mujer, María, a la que la tradición suele llamar «nueva Eva» y verdadera «madre de los vivientes», proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el Dios Santo y todopoderoso, que desde el comienzo es la fuente de todo don, aquel que «ha hecho obras grandes». Al crear, Dios da la existencia a toda la realidad. Creando al hombre, le da la dignidad de la imagen y semejanza con él de manera singular respecto a todas las criaturas terrenas. Y no deteniéndose en su voluntad de prodigarse no obstante el pecado del hombre, Dios se da en el Hijo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). María es el primer testimonio de esta maravillosa verdad, que se realizará plenamente mediante lo que hizo y enseñó su Hijo (cf. Hch 1,1) y, definitivamente, mediante su Cruz y resurrección.

La Iglesia, que aun «en medio de tentaciones y tribulaciones» no cesa de repetir con María las palabras del Magníficat, «se ve confortada» con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada entonces con tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta verdad sobre Dios desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo Milenio cristiano, implica un renovado empeño en su misión. La Iglesia, siguiendo a Aquel que dijo de sí mismo: «(Dios) me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (cf. Lc 4,18), a través de las generaciones, ha tratado y trata hoy de cumplir la misma misión.

Su amor preferencial por los pobres está inscrito admirablemente en el Magníficat de María. El Dios de la Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a la vez el que «derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos…, dispersa a los soberbios… y conserva su misericordia para los que le temen». María está profundamente impregnada del espíritu de los «pobres de Yahvé», que en la oración de los Salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en Él toda su confianza (cf. Sal 25; 31; 35; 55). En cambio, ella proclama la venida del misterio de la salvación, la venida del «Mesías de los pobres» (cf. Is 11,4; 61,1). La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magníficat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús.

La Iglesia, por tanto, es consciente -y en nuestra época tal conciencia se refuerza de manera particular- de que no sólo no se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en el Magníficat, sino que también se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que «los pobres» y «la opción en favor de los pobres» tienen en la palabra del Dios vivo. Se trata de temas y problemas orgánicamente relacionados con el sentido cristiano de la libertad y de la liberación. «Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia Él por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre Libertad cristiana y liberación (22-III-1986), 97).

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EL HIMNO DEL MAGNÍFICAT (Lc 1, 46-55), por el Card. Carlo M. Martini

Ante un himno tan rico, instintivamente tratamos de dividirlo y descubrir en él una estructura, al objeto de comprenderlo mejor. Sin embargo, los exegetas tropiezan con grandes dificultades y discrepan entre sí, porque, aunque parece un himno muy simple, en realidad es casi inasible; de hecho, es bastante complejo, a veces hasta ligeramente tosco en la forma, y no sigue unas reglas que permitan descomponerlo con nitidez.

En conjunto, parece un salmo de alabanza semejante a otros del Antiguo Testamento, por ejemplo: «Aclamad, justos, al Señor, / que merece la alabanza de los buenos. / Dad gracias al Señor con la cítara, / tocad en su honor el arpa de diez cuerdas, / … que la palabra del Señor es sincera» (Sal 32,1-2.4). Pero quizá más afín aún al Magníficat sea el Salmo 135: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (v. 1).

En cualquier caso, hay en el Magníficat algo más complejo que un salmo, algo misterioso; ni siquiera está claro que sea un himno de alabanza por un nacimiento o por una concepción extraordinaria. En este sentido, se asemeja al cántico de Ana (1 S 2,1-10), que exalta los grandes cambios realizados por Dios en los acontecimientos históricos, en las situaciones humanas, sin aludir -como sería de esperar- a la experiencia de la maternidad, a la experiencia del embarazo o del parto. Manteniéndose en lo genérico, tiene la ventaja de poder aplicarse a múltiples situaciones.

Los diversos intentos de dividir el himno coinciden al menos en reconocer en él dos grandes partes, aunque no claramente distintas, que tienen en su centro la acción de Dios.

La primera parte (vv. 46b-49) se caracteriza por las partículas «mi» y «me», que se refieren a la persona que canta: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, / se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador; / … Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, / porque el Poderoso ha hecho grandes cosas en mi favor».

La segunda parte evoca la historia de Israel o, mejor, las grandes actuaciones de Yahvé en la historia de la salvación, y comienza en el v. 50: «Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Sigue a continuación el recuento de los grandes hechos realizados por el Señor: «Él hace proezas con su brazo: / dispersa a los soberbios de corazón…», que termina con el v. 55.

Ésta es, pues, la estructura global, que subraya las intervenciones divinas en una sola persona, y después en la historia en general, concretamente en la historia de Israel.

Las sutilezas exegéticas tratan de determinar cuál es el versículo concreto que sirve de separación: un análisis reciente y muy detallado del texto insiste en el v. 49b: «su nombre es santo». En la santidad del nombre, entendida como poder, se resumiría la acción de Dios con María y la acción de Dios en favor de la humanidad.

En cualquier caso, permanecen abiertos muchos problemas de interpretación sobre un texto tan simple. Por ejemplo: ¿qué significan todos los verbos en aoristo indicativo griego? «Mi alma engrandece al Señor» va en paralelo, curiosamente, con el aoristo «y mi espíritu se alegró», aunque suele traducirse por el presente «se alegra». El problema lo plantean, sobre todo, los aoristos siguientes: «Se fijó en la humillación, hizo grandes cosas, su brazo intervino con fuerza, desbarató los planes de los arrogantes, derribó a los poderosos, encumbró a los humildes, a los hambrientos los colmó de bienes, a los ricos los despidió, auxilió a Israel». ¿Son acontecimientos que pertenecen al pasado? ¿Se trata de un aoristo gnómico, que expresa una acción pasada que continúa (lo constante del proceder de Dios), por lo que se traduce entonces por un presente? ¿O se trata, quizá, de aoristos incoativos que indican que el Señor seguirá realizando las maravillas que ha comenzado a hacer en María? Otros autores invocan el paralelismo con el perfecto profético hebreo, que es un modo de hablar del futuro.

He querido únicamente apuntar las dificultades de la traducción. Lo que queda claro es que los primeros versículos se refieren a experiencias vividas por María, y los otros a la acción de Dios, probablemente una acción pasada en favor de Israel y que está indicando su actuación futura. María relee la historia de la salvación a partir de su experiencia personal, que le permite comprenderla de una nueva manera.

Me parece que ésta es una anotación de gran fuerza psicológica, porque nos ayuda a cantar el Magníficat cuando experimentamos en nosotros mismos algo verdadero y auténtico, algo que nos permite, a la luz de la fe, recobrar el sentido salvífico del pasado y la esperanza del futuro. Se trata de un elemento particularmente importante para orientar nuestra oración y nuestra vida.

Otro aspecto discutido del himno son las contraposiciones de la segunda parte: ha desbaratado los planes de los arrogantes, ha derribado a los poderosos, ha encumbrado a los humildes, ha colmado a los hambrientos, ha despedido de vacío a los ricos.

¿Qué significan los arrogantes, los poderosos, los pobres, los hambrientos, los ricos? Algunas interpretaciones insisten más en las dimensiones interiores, y otras en las históricas, reales y concretas, como es el caso de la llamada teología de la liberación, que apela a Dios como Aquel que echa por tierra las categorías sociales. De hecho, teniendo en cuenta la historia de Israel, ambas interpretaciones son válidas.

Personalmente, yo prefiero poner de relieve la afinidad con las bienaventuranzas de Lucas: dichosos los pobres y los hambrientos; ¡ay de vosotros, los ricos!… Se habla tanto de categorías sociales como de actitudes del corazón, indicando cómo todo cuanto Dios realizó en el Antiguo Testamento, dispersando a los poderosos y a los prevaricadores y defendiendo a sus pobres y a sus humildes, lo seguirá haciendo en la Nueva Alianza a través de la acción regeneradora de Jesús.

Se trata, por tanto, de una síntesis de la historia, que sirve de prólogo al Evangelio.

MEDITACIÓN

Con los escasos indicios que nos proporciona la lectio podemos comprender la riqueza de la oración del Magníficat, que podría ser analizada palabra por palabra, verificando las referencias bíblicas al Antiguo y al Nuevo Testamento, para saborearla en toda su profundidad teológica y espiritual.

Para la meditación propongo algunos puntos que sirvan para interiorizar dicha oración, y me fijo especialmente en cinco expresiones que podéis contemplar después ante la Eucaristía.

1. El culmen de la libertad humana

Dichosa tú por haber creído (Lc 1,45). Vinculando esta expresión de Isabel dirigida a María con la de Jesús dirigida a Tomás «dichosos los que crean» (Jn 20,29), vemos cómo esta bienaventuranza, que interesa a toda la humanidad, designa el culmen de la libertad humana: es dichoso y feliz y realiza el designio de Dios quien alcanza la plenitud de su vocación. La libertad humana está hecha para la fe, en la que obtiene su perfección y su culminación.

Profundizando en los versículos de Lucas y de Juan, podemos afirmar que la libertad humana se verifica entrando en una relación de confianza con los demás y entregándose a ellos, y se deteriora cuando se encierra en sí misma. La libertad no es calculadora (do ut des), sino que se realiza en el amor, que exige siempre gratuidad. Y sólo Dios es merecedor de un abandono y una confianza sin condiciones ni límites, porque en Él la libertad humana puede realmente expresar por completo su voluntad de entrega. Pero la fe desnuda e incondicionada se purifica a través de la «noche de los sentidos y del espíritu», esa noche magistralmente descrita en las obras de san Juan de la Cruz y en la experiencia de santa Teresa de Jesús.

El hombre se salva, no simplemente obedeciendo a una ley exterior, sino amando, entregándose y creyendo en Dios. María, dichosa por haber creído, es figura antropológica de la vocación humana a la felicidad.

2. Oración de alabanza

Proclama mi alma la grandeza del Señor (v. 46). San Ambrosio, que en su comentario a Lucas escribe: «Esté en cada uno de nosotros el alma de María para glorificar a Dios», nos recuerda que el agradecimiento es la primera expresión de la fe. No lo son, en cambio, la lamentación, la crítica, la amargura, la autocompasión ni el derrotismo, que son actitudes de falta de fe, porque la verdadera fe prorrumpe espontáneamente en la alabanza y el agradecimiento. Alabanza por todo cuanto Dios realiza en nosotros y en el mundo; agradecimiento al reconocernos agraciados y al tomar conciencia de que la misericordia divina «se extiende de generación en generación». Es una invitación a confesar que también muchos discursos eclesiásticos, por así decirlo, muchas recriminaciones y muchas amarguras son fruto de una fe empobrecida.

3. Los ojos de la fe

Ha hecho obras grandes en mi favor (v. 49). Nos preguntamos: ¿cuáles son esas obras grandes? Seguramente María puede intuirlas, por la fe, en el pequeño germen de vida apenas perceptible que lleva en su seno; sin embargo, desde el punto de vista humano no es un hecho extraordinario. Es la fe la que le hace descubrir realidades grandes en cosas pequeñas, realidades definitivas en hechos incipientes, realidades perennes en las realidades efímeras. Mientras que la poca fe nunca está contenta ni satisfecha y querría siempre ver más, la fe verdadera está contenta y reconoce en los más insignificantes signos el poder de Dios.

4. No se encogerá el brazo de Dios

Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación (v. 50). María expresa aquí su fe en la certeza de que no sólo en el pasado y en el presente, sino que tampoco en el futuro decaerá la misericordia del Señor ni se encogerá el brazo de Dios.

Muchas veces hablamos como si la misericordia del Señor se hubiese detenido en los tiempos más gloriosos del cristianismo y no abarcase también a nuestras generaciones. Querríamos retroceder cincuenta años atrás, cuando la gente frecuentaba las iglesias, a la vez que nos asalta la duda y el temor de que el Señor se haya alejado de nosotros. Sin embargo, María proclama «su misericordia de generación en generación». Por otra parte, debemos reconocer que, si miramos a nuestro alrededor con los ojos sencillos y limpios de la fe, podemos percibir la misericordia de Dios en favor nuestro y descubrir a veces sus signos sensibles.

Reflexionaba yo estos días sobre las figuras significativas con que el Señor ha regalado últimamente a la Iglesia local de Milán: (…). Son personas que han sido conocidas y tratadas por muchos de nuestros fieles.

El Señor continúa, pues, actuando, y sólo la fe puede hacernos conscientes de su cercanía y de su presencia.

5. Dios cuida de su pueblo

Ha auxiliado a Israel, su siervo (v. 54). Cuidó –paidòs autou– de su hijo y siervo Israel, como cuidó de María su sierva («se ha fijado en la humillación de su esclava»).

El verbo «cuidar» aparece en otros pasajes del Nuevo Testamento: «El Espíritu cuida de nuestra debilidad» (Rm 8,27); «No cuida de los ángeles, sino de los hijos de Abraham» (Heb 2,16). La solicitud por Israel es, por consiguiente, una característica de Dios: lo fue, efectivamente, en los momentos dramáticos del pueblo hebreo a lo largo de los siglos, y no ha decrecido. Por eso debe ser también una característica propia de todos cuantos sienten como María y con María; y por eso la relación con Israel es una importante y valiosa piedra de toque en la vida de la Iglesia: como el Señor cuida de Israel su siervo, también la Iglesia y la humanidad deben cuidar de él, deben seguir expresando de algún modo el amor de Dios a ese pueblo, a pesar de todas las dificultades y hasta malentendidos que ello pueda acarrear. La relación del Señor con Israel está inequívocamente en el corazón mismo del Magníficat, al que hay que acudir para reflexionar sobre sus terribles destinos históricos sucesivos.

«María, hija de Sión, Madre de Jesús y de la Iglesia, concédenos entrar en el misterio de tu fe y de tu alabanza y percibir cómo miras a tu pueblo, a la humanidad y a la historia».

[Extraído de Carlo M. Martini, Una libertad que se entrega. En meditación con María. Santander, Sal Terrae, 1996, pp. 60-

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MONICIÓN PARA EL CÁNTICO, de J. Aldazabal

Lucas 1,46-55. El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los humildes.

El Magníficat, el himno de alabanza a Dios que Lucas pone en labios de María de Nazaret, es un canto «pascual» que agradece a Dios porque sabe enaltecer a los humildes. Como ha resucitado a Cristo Jesús de entre los muertos, así Dios protege al pueblo elegido y, también, ha hecho maravillas en la Madre del Mesías.

Después de oír la alabanza de su prima Isabel: «Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá», María prorrumpe en el cántico que tantas veces proclama la comunidad cristiana ya durante dos mil años. Ella sí que puede decir: «ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo», porque «ha mirado la humillación de su esclava» (sería mejor traducir, como hace la versión catalana, «la pequeñez de su sierva»).

María alaba a Dios por el estilo con que lleva la historia: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes».

[J. Aldazabal, Enséñame tus caminos. 8. Los Domingos del ciclo A. Barcelona, CPL, 2004, pp. 501-502]

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HIMNO DE ALABANZA DE MARÍA, de J. Schmid

V. 46a.
«Y dijo María». El saludo profético y la bienaventuranza de Isabel -«¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!… ¡Dichosa tú, que has creído!»- despiertan en María un eco, cuya expresión exterior es el himno pronunciado a continuación, el Magníficat. Hasta entonces no había hablado María del misterio de la gracia de que ha sido objeto, haciéndolo ahora en forma de un himno de alabanza a Dios, por el favor concedido a ella y, por medio de ella, a Israel. En la mente de Lucas, o de su fuente, el Magníficat es la contestación de María al saludo con que la ha felicitado Isabel. El himno es, en su mayor parte, una recapitulación de pensamientos y expresiones del AT, y su originalidad reside única y exclusivamente en el hecho de ir fundidas sus ideas y sus palabras en una nueva unidad, que no da impresión de algo ficticio, sino espontáneo en la ilación de sus pensamientos y los sentimientos que las animan. Ello se explica por el hecho de que la persona que lo pronuncia vive del todo dentro de la ideología del AT.

En cuanto a su género es el Magníficat un cántico de acción de gracias individual en forma de himno, que se adapta bien a la situación de la persona de quien lo pronuncia si se tiene presente no sólo el encuentro de María con Isabel, sino sus circunstancias y los sentimientos que la animan a partir de la aparición del ángel. En cuanto a su forma poética, el Magníficat está compuesto por dísticos.

VV. 46b-47. Isabel bendice a María como madre del Mesías. Pero María desvía la bendición hacia Dios. A él solo se debe la gloria. María, en su alma, «proclama la grandeza del Señor» (lit. «engrandece»), esto es, alaba y adora su poder y bondad experimentadas en su misma persona. Y su espíritu (término que, según la psicología semítica, equivale por su contenido al de alma, y que va usado sólo por variar la forma de expresión) se goza y alegra en Dios (cf. Is 61,10), que se ha mostrado para ella como su «salvador» misericordioso.

V. 48. El v. 48a expresa el motivo de su júbilo, que es la obra de redención, por la que Dios ha revelado su grandeza, mostrándose para María como «Dios de salvación». Dios ha vuelto su mirada a la pequeñez de su esclava (cf. v. 38: «He aquí la esclava del Señor»), al exaltarla de una manera única, eligiéndola como madre del Mesías. El versículo es una clara resonancia de las palabras de Ana, la madre de Samuel (1 S 1,11), pasaje en el que con la pequeñez o humillación se hace referencia a la deshonrosa suerte de la esterilidad (cf. Gn 30,23) y a las burlas de que era objeto (1 S 1,6s). Aquí, en cambio, «la pequeñez de su esclava» es sólo expresión de la humildad, ya que no tenemos prueba alguna de que María hubiera sufrido desengaños en este punto. Pero, la frase profética que sigue, de que será llamada bienaventurada por todas las generaciones, sólo conviene en labios de María; pronunciada por Isabel, sobre todo en el momento en que tiene ante sí a la madre del Mesías, objeto de una gloria incomparablemente mayor que la suya, sería una exageración insoportable. «Desde ahora» va referido, según el contexto, a las palabras de Isabel en el v. 45: «¡Dichosa tú, que has creído!» (o al momento de su concepción).

VV. 49-50. El v. 49 se detiene todavía en la consideración jubilosa de la obra con la que Dios ha mostrado su poder en ella, y vuelve inmediatamente la mirada hacia Dios, «el Poderoso» (designación corriente de Dios en el AT), el único digno de alabanza. La frase «su nombre es santo», así como el v. 50, no van referidos a otras obras divinas, sino que sirven para la caracterización del ser de Dios, y no son por ello tampoco frases independientes, sino que tienen que ser entendidas como frases de relativo semíticas («cuyo nombre», «cuya misericordia»). Dios (el nombre representa a la persona) es ensalzado como el Santo, esto es, el Excelso (Is 57,15), ante el que el hombre se inclina en adoración. Pero su majestad no produce aquí el temor, sino el gozo, porque la esencia de Dios es, al mismo tiempo, la infinita «misericordia» sin término (= bondad, indulgencia) para con los que le temen, esto es, para los piadosos (en el AT, el temor de Dios constituye el motivo central de la religión).

VV. 51-53. Los versículos que siguen hablan, en tiempos pretéritos, de las obras en que Dios ha revelado su poder, su santidad y su bondad; a pesar de ello no hay que entenderlos como referidos al pasado, sino, en el sentido del perfecto hebreo, en expresión de lo que Dios hace de manera habitual. Lo que Dios ha llevado a cabo en María y, a través de ella como madre del Mesías, en Israel, es una revelación de su manera de actuar en absoluto. Dios realiza actos de poder con su brazo, símbolo de su fuerza, al invertir el orden humano de las cosas, humillando, dispersando y despidiendo vacíos a los soberbios, poderosos y hartos, y ensalzando y colmando de bienes a los humildes y los hambrientos, a los «pobres», oprimidos y defraudados en este mundo (Anawim; cf. Lc 6,20s; Mt 5,3ss). Una interpretación de cada uno de los rasgos particulares aquí mencionados en referencia a la situación del himno, es rechazable.

VV. 54-55. En cambio, su final puede seguramente referirse de manera inmediata a la misión del Mesías, a la encarnación del Hijo de Dios en el seno de María, ya que el envío del Mesías es la última de las grandes obras de Dios con la que da término a su actuación redentora para con Israel, su pueblo elegido a partir de la alianza con Abraham (Gn 17,7), «su siervo», esto es, «su amigo» (cf. Is 41,8). Dios tiene «presente» su «plan misericordioso» y cumple las promesas que hizo a Abraham, el protopatriarca de Israel (cf. Gn 17,7), lo cual quiere decir que la «misericordia» de Dios para con Israel se basa en su alianza con él, en la fidelidad divina a lo pactado.

A pesar de la perspectiva hacia lo eterno con la que termina el Magníficat, su horizonte no sobrepasa, con todo, el del AT y el judaísmo. El Magníficat queda en su contenido, al igual que la promesa de Gabriel a Zacarías y a María, en el límite entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, al que corresponde la situación de la escena, y no es todavía un himno cristiano. Ninguna referencia hay en él a la vida de Jesús, a su muerte y a su resurrección, ni a su segunda venida sobre las nubes del cielo.

[Extraído de Josef Schmid, El Evangelio según san Lucas. Barcelona, Ed. Herder, 1968, pp. 76-81]

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EL CÁNTICO DE MARÍA (Lc 1, 46-55), de Alois Stöger

Por el mensaje del ángel en la Anunciación, por las palabras de Isabel llena de Espíritu Santo y por la Sagrada Escritura, en la que hablaron uno y otro, reconoce María que el Señor ha hecho en ella grandes cosas. Su responsorio (cántico de respuesta a la Sagrada Escritura) es un himno a la acción salvífica de Dios con su pueblo, que ha alcanzado ahora su consumación. Con cánticos semejantes canta también la Iglesia naciente las grandes gestas de Dios: «Diariamente perseveraban unánimes en el templo, partían el pan por las casas y tomaban juntos el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios…» (Hch 2,46s). Pablo amonesta a los Efesios: «No os embriaguéis con vino, en lo cual hay desenfreno, sino dejaos llenar de Espíritu, recitando entre vosotros salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando de todo vuestro corazón al Señor» (Ef 5,18s).

El Evangelio hímnico de María, el Magníficat, comienza con un cántico de alabanza de Dios (vv. 46-48), canta al Dios poderoso, santo y misericordioso (vv. 49-50), las leyes fundamentales de su acción salvadora (vv. 51-53), y termina con unos versos que ensalzan la fidelidad de Dios a las promesas (vv. 54-55). Lo que María experimentó fue, es y será el obrar salvífico de Dios. La historia de la salvación es luz de la vida.

46María dijo: Proclama mi alma la grandeza del Señor, 47se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; 48porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones.

El Señor, mediante la acción salvadora realizada en María, ha venido a ser Dios su salvador. Resuena el nombre de Jesús (Mt 1,21). Por Jesús ha venido Dios a ser el salvador.

La alabanza de Dios y el gozo mesiánico escatológico penetran las profundidades de María, su alma y su espíritu. Las gestas salvíficas de Dios suscitan en ella una jubilosa liturgia de alabanza.

María se cuenta entre los de humilde condición, los pequeños y los pobres, a quienes profetas y salmos prometen con frecuencia la salvación. «Él no olvida jamás al pobre, ni la esperanza del humilde perecerá» (Sal 9,19). «Porque así dice el Altísimo, cuya morada es eterna, cuyo nombre es santo: Yo habito en la altura y en la santidad, pero también con el contrito y humillado, para hacer revivir los espíritus humildes y reanimar los corazones contritos» (Is 57,15). Jesús recoge estas promesas en sus bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). «Tú eres el Dios de los humildes, el amparo de los pequeños, el defensor de los débiles, el refugio de los desamparados, y el salvador de los que no tienen esperanza» (Jdt 9,11).

La felicitación de María, que ha comenzado Isabel, no tendrá ya fin. Todas las generaciones se unirán al coro de alabanzas de María. Como no tendrá fin el reinado del Rey que es su Hijo, así también la Madre del Rey será alabada por siempre y en todas partes.

49Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, 50y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

Poder, santidad y misericordia son los rasgos más luminosos de la imagen de Dios en el Antiguo Testamento. En Dios hay una fuerza viva, que pugna por exteriorizarse, que quiere hacer propiedad suya todo lo que hay en el mundo, demostrándose así Dios como el Santo (Ez 20,41). Como Dios es el Dios santo, es también el Dios misericordioso. Es el salvador y redentor del resto santo, porque no es hombre, sino Dios. Las obras de poder de Dios son amor misericordioso.

51Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, 52derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, 53a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.

María expresa lo que tiene experimentado su pueblo. «Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión,

y Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, con gran terror, señales y prodigios. Y nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel» (Dt 26,6-9). La historia de la salvación conduce a María, el centro de la Iglesia (cf. Hch 1,14).

Los que se creían grandes y ricos, fueron derribados: el faraón cuando la salida de Egipto, los enemigos de Israel en la época de los jueces, los poderosos soberanos de Babilonia…

Dios interviene en favor de los humildes, de los débiles y de los pobres. En cambio, debe temblar quien quiera ser de los grandes y poderosos intelectual, política y socialmente. El que está pagado de su propio poder cierra su corazón a Dios, y Dios se cierra a los que se le cierran. El pobre, en cambio, abre su corazón a Dios, su único refugio y seguridad, y Dios se vuelve hacia él.

Las condiciones para entrar en el reino de los cielos son las bienaventuranzas de los pobres, de los que lloran y de los que tienen hambre. María cumple lo que se requiere para poder entrar en el reino de los cielos.

Jesús mismo vivirá también de esta ley de la historia salvadora proclamada por María después de haberlo concebido. Porque se humilló será ensalzado (Flp 2,5-11).

54Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia 55-como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.

La gran hora de María es también la gran hora de su pueblo. Al comienzo de su cántico habló María de la salvación que Dios le había preparado, al final habla de la salvación que alborea para su pueblo. Lo que sucedió en María se realiza en la Iglesia de Dios. En María está representado el pueblo de Dios.

El siervo de Dios es el pueblo de Israel. «Pero tú Israel, eres mi siervo; yo te elegí, Jacob, progenie de Abraham, mi amigo. Yo te traeré de los confines de la tierra y te llamaré de las regiones lejanas, diciéndote: Tú eres mi siervo, yo te elegí y no te rechazaré» (Is 41,8s). Ahora va a tener cumplimiento la misericordia de Dios y la fidelidad a las promesas. María se reconoce una con el pueblo de Dios. La historia de su elección termina en la historia de su pueblo, y la historia de su pueblo llega a la perfección en su propia historia.

La promesa de la salvación se hizo a Abraham y a su descendencia (Gn 12,2). Abraham recibió la promesa, María toma posesión de la realización, el pueblo de Dios recibirá los frutos. María, con el fruto de su seno, es el corazón de la historia de la salvación.

El cántico de alabanza de la madre virgen recoge el cántico de alabanza de la estéril, a la que Dios ha otorgado descendencia. Ana, madre de Samuel, cantó: «Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación. No hay santo como el Señor, no hay roca como nuestro Dios… Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan… Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria… Él guarda los pasos de sus amigos, mientras los malvados perecen en las tinieblas, porque el hombre no triunfa por su fuerza» (l S 2,1-10). El cántico de María no es imitación del cántico de Ana, pero ambos cantos están alimentados por la acción de Dios en la historia salvifica.

La formación del niño se ha mirado siempre como obra de Dios. Cuando Eva dio a luz a Caín, dijo: «He alcanzado de Yahvé un varón» (Gn 4,1). Todavía más alabada fue como obra de Dios la maternidad de las estériles. La maternidad de María aventaja a todas las demás. Es la madre virginal del Mesías, en el que son benditos todos los pueblos de la tierra. En su maternidad se ve coronada toda maternidad, y toda maternidad lleva en sí algo de esta maternidad.

Las agradecidas meditaciones de María se expresan en el lenguaje de los cánticos del Antiguo Testamento. Los cantos de su pueblo son su canto, y su canto viene a ser el canto del pueblo de Dios. La Iglesia incluye el cántico de la Virgen en la oración de vísperas, cuando mira, meditando, al día transcurrido.

[Alois Stöger, El Evangelio según san Lucas. Barcelona, Ed. Herder, 1970, pp. 54-59]

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ORACIÓN DE SAN FRANCISCO

Santa Virgen María,
no ha nacido en el mundo
ninguna semejante a ti entre las mujeres,
hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial,
madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo,
esposa del Espíritu Santo:
ruega por nosotros
ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro.
Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Written by Salvador Carbó

17 agosto, 2010 at 20:40

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